Desde el 23 de agosto al 27 de octubre de 2024
Sala Mamá Angélica
Organiza: LUM y Vera Lentz
EL DUELO, LOS DEUDOS, LA DEUDA
(Ante ciertas fotografías de Vera Lentz derivadas de la masacre de Soccos)
Escribe Gustavo Buntinx
Volver a las fotografías de Vera Lentz nos devuelve al enigma de nuestras tantas violencias. Las de hace cuatro décadas, impregnadas, sin embargo, por otras de larga duración. Hasta milenarias.
La competencia de horrores pareció ser la principal acción comunicativa durante largos momentos de nuestra historia, pero nunca de manera tan visible y obscena como durante la República de Weimar Peruana (1980 – 1992). Doce años extremos en que el Perú asumió plenamente la condición fotográfica desde su modernidad paupérrima. Incluso en el registro de las masacres sucesivas que asolaron entonces al sur andino, perpetradas por uno u otro bando. Desde Lucanamarca hasta Soccos, digamos.
En el último de esos poblados —pero no sólo en él— Lentz obtuvo tomas impresionantes. Con un coraje superado sólo por la intensidad de su mirada fotográfica, ella aportó evidencias devastadoras sobre los llamados "botaderos de cadáveres", ese terrible neologismo peruano. Parte del repertorio de imágenes abismales que durante esos años impactaron nuestras retinas desde el hedor visual de las primeras planas periodísticas. Y uno asociaba esos cuerpos recién victimados —tiembla la mano al digitar estos recuerdos— con los cuerpos embalsamados en las vitrinas de ciertos museos.
Pero en las fotografías ahora expuestas el desgarro mayor no lo proporcionan los muertos, sino sus deudos. En particular, la secuencia desoladora de la travesía asumida por Prudencia Janampa de Cueto, durante décadas, en pos de una justicia terrena que le sería esquiva. (La celestial, quién sabe). Las vistas de su cuerpo doliente, de distintas edades y en lugares diversos, pero siempre a la búsqueda, son conmovedoras. En particular, la que enfoca sus dedos agrietados, sosteniendo instantáneas —Primera Comunión, primera graduación— del ser querido, ido. O aquélla otra con el agobio de su rostro reflejado por el espejo lateral de algún vehículo, probablemente acompañando diligencias judiciales.
Un dispositivo retro-visor: cierta alegoría, no importa cuán involuntaria, se insinúa en esa captura. Alguna metáfora. De la memoria, de la pérdida, de la búsqueda misma.
Y otra más incisiva nos golpea desde aquella otra toma que sorprende a Prudencia ya muy anciana, con el rostro desencajado, terminal casi, en un paraje agreste sin duda asociado a la matanza. Aunque ella se encuentra en segundo plano, su gesto, devastador, domina la escena. En parte debido al contrapunto con las mujeres más jóvenes, pero también acongojadas, que la acompañan. Como una comitiva del dolor, que de una generación a otra se transmite.
Alguna de esas muchachas llorosas podría ser la cría que en fotografías tempranas asoma sobre las espaldas de Prudencia, en tanto ella cubre con desesperación su cara. El rostro descubierto de la infante suplanta así, desplazado, al negado de la madre. Y nos interpela con su mirada niña. Pero ya anciana.
Otra vez, el dolor que de una generación a otra se transmite. El inconcluso trabajo de duelo. Que a todos nos compromete. Como sociedad pasmada. Como comunidad fallida. Como historia irresuelta.
Ojalá exhibir estas fotografías nos ayude a asumir esa aflicción.
Esa deuda.
Y la reparación faltante.
[ F I N ]